Yo tenía veinte años y empezaba a trabajar. Él andaba por los treinta, y una mañana, yendo para el Sparkling, me dijo:
-No podés ser tan poco serio.
Lo dijo con una seriedad absoluta, acorde con el significado de lo que estaba enunciando. Quedé impactado.
-No podés ser tan poco serio.
Claro, no era tonto. Su sentido común, virtud de la que sólo se podían vanagloriar los serios, le hacía entender que para mí, aspirar a un ciento por ciento de seriedad era imposible. Por eso no dijo “¿Podrías ser más serio?”, ni “Un poco más de seriedad te vendría bien”. El sólo pedía que fuera un-poco-menos poco-serio.
-No podés ser tan poco serio.
Estaba indignado. Definitivamente, mi poca seriedad lo enervaba. Le resultaba intolerable que alguien careciera de semejante manera, con semejante desparpajo, de la seriedad que él consideraba indispensable en cualquier ámbito laboral apropiado, fértil para el progreso personal, donde la seriedad fuera un bien común, un plus compartido y asumido por todos los empleados, plenamente concientes, si se trataba de gente seria, de que sin esa seriedad, alcanzar los objetivos que la empresa se proponía sería imposible. Nunca terminé de entender la frase. Pero quedé impactado. Parafrasando a un poeta: puso un virus en mi mente.
-No podés ser tan poco serio.
Después, lo de siempre. El tiempo pasó. Los problemas aumentaron. Y sin darme cuenta, la vida me puso más serio. Hoy entiendo que ese flaco representaba a todos los flacos de treinta años, advirtiéndole a los más chicos que la alegría, tarde o temprano, hay que dejarla. Y que a la seriedad, tarde o temprano, hay que abrazarla. Cómo me gustaría volver a ese momento. Volver, simplemente, para responderle.
-Vas para el Sparkling?
-Si.
-Llevaste esta.